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Concepción del Uruguay

Entre Ríos, Argentina

Belgrano y Washington

su colaboración en la inmortalidad

por Courtney Letts de Espil


Ya sea en acontecimientos que conmueven al mundo o en la tranquila lectura del pasado de una nación - para emplear una expresión gastada - una cosa conduce invariablemente a otra. Por lo que a mí toca, la epopeya romántica de Salta, abrió una ancha perspectiva sobre la que se erigió la figura ilustre de don Manuel Belgrano.

Al estudiar la vida del gran prócer, hízose a cada paso más y más claro que -el y George Washington al héroe de una lucha anterior análoga en el fabuloso Nuevo Mundo de las Américas- debían converger en un mismo marco. A medida que el panorama de la historia descorría las escenas apasionantes de las dos revoluciones americanas, los hilos gloriosos de ambas vidas fundíanse uno a uno en sus respectivas contrapartes. Antes de tocar a su fin la vida de Belgrano, las hebras aisladas fueron recogidas e integradas en un tejido de una sola pieza. La pieza de conjunto constituye la razón de ser de estas cuartillas.

Washington y Belgrano fueron precursores de las luchas comunes por la libertad. Aun en sus fases iniciales intentaban ya cristalizar el afán todavía latente de los colonizadores, de una ruptura total con la madre patria. Sufrieron las deserciones de sus desconsoladas tropas, mal aviadas y equipadas, a la vez que la apatía de sus gobiernos. Ambos, hasta el fin de sus días, continuaron siendo patriotas en la acepción más pura del vocablo: "El que ama a la patria y procura celosamente todo su bien".

Pronto advertimos que Belgrano meditó largamente en la filosofía política de Washington. Comenta Mitre, que "llevaba la patilla a la inglesa, como se ve en los retratos de la última época de Washington, que era su modelo político"

En un informe de W. G. D. Worthington, agente especial de los Estados Unidos en Buenos Aires, datado el mes de marzo de 1819, nos encontramos con la siguiente observación: "Dícese del general Belgrano que es el hombre más distinguido de estas comarcas... Se dice también de 91 que es un admirador apasionado de nuestro gran fundador". Así escribíale a John Quincy Adams, secretario de Estado.

Cuando se redactó ese oficio, Belgrano, a la edad de 49 años, ya estaba atacado de la dolencia mortal que originó su muerte quince meses después. Invirtamos las páginas al 2 de febrero de 1813.

Relatan los historiadores que Belgrano, la víspera de su más grande batalla, pasóse la noche en su tienda de campaña escribiendo hasta cerca del alba. Estaba concluyendo por segunda vez su versión española de la "oración de despedida de Washington", el documento que en septiembre 17 de 1796, en vísperas de su retiro a la vida privada, Washington ordenó se publicara en la prensa. Era su último manifiesto oficial: un sumario de sus creencias políticas.

"Ese héroe -escribió Belgrano- digno de la admiración de nuestra edad y de las generaciones venideras, ejemplo de moderación y de verdadero patriotismo, se despidió de sus conciudadanos, al dejar el mando dándoles lecciones las más importantes y saludables". Ese mensaje -piedra angular de una nación- "La declaración de independencia", "La Constitución" y El discurso de Gettysburg", de Lincoln, constituyen los cuatro documentos más notables de la historia de los Estados Unidos. De ellos, "La despedida", desde 1901, líese en alta voz, por un senador designado anualmente a ese efecto, en el aniversario del natalicio de Washington. No hay precedente análogo respecto de ningún otro documento del Estado.

En marzo de 1811, Belgrano tenía ya casi terminada la misma traducción. Empero en Tacuarí, cuando la catástrofe se perfilaba inminente, habla sido destruida con el resto de sus papeles privados. En Tucumán, durante la primavera de 1812, recomenzó la tarea. ¡Al fin quedó hecha! "No con aquella propiedad, elegancia claridad que quisiera -observó- y de que son dignos tan sabios consejos, pero al menos los ha puesto inteligibles, para que mejores plumas les dé aquel valor que mis talentos, ni mis atenciones me permiten". Durante ocho años el "pequeño líbrito" de Washington había sido su libro de cabecera" y en todo ese lapso meditó en sus lecciones a pesar de hallarse engolfado en campañas militares y políticas.

Esa noche de febrero, al cabo de una ardua marcha de dos semanas, a través del yermo, el general patriota y sus tropas acampaban junto a las crecidas márgenes del río Pasaje. Allí, antes de continuar al Norte, habían sido obligados a detenerse a causa de lluvias torrenciales.

Fue así que Belgrano tuvo oportunidad de llevar a termino su plan de traducción, de antigua data. Esta vez, no correría riesgos. Al propio tiempo que él y su ejército reanudaban la marcha hacia Salta -donde lo aguardaba su enemigo don Pío Tristán al frente de formidables fuerzas realistas- despachaba el manuscrito a Buenos Aires "para que se imprimiese".

¿Qué aconteció con este esfuerzo decidido y tenaz de Belgrano? ¿Se editó a la, sazón? ¿Fue él el primero en acometer la empresa? Así lo creyó, dichosamente, aunque abrigó recelos, ya que escribió "o que sí lo han hecho, no se ha publicado".

Cien interrogantes me asaltaron. ¿Sí se publicó en el año memorable de 1913, existirá hoy? ¿O fue hecha a un lado "por mejores plumas" a lo largo del nutrido camino? ¿Cómo llegaron a su poder los escritos de Washington? ¿Quién le dio la prohibida semilla, germinada en suelo republicano, en ese período colonias acerca del cual Belgrano dijo: "Vivíamos sabiendo únicamente lo que nuestros tiranos querían que supiésemos?"

Telefoneamos a la Biblioteca del Congreso, inmenso cofre fuerte del acervo intelectual del mundo civilizado, en procura de respuesta. "¿Hay alguna versión española de la "Despedida de Washington?", Preguntamos a la Fundación Hispánica, división que tiene a su custodia doscientos o trescientos mil volúmenes en la maravillosa lengua de Castilla.

La contestación no se hizo esperar. "¡Debe haber! ¡Me imagino que varias! ¡Sobre todo al cabo de 150 años!" Convinimos que tantas traducciones como fuera posible hallar aguardarían mí arribo. ¿Encontraríamos, entre ellas, la versión de Belgrano?

"¡Lamento señora!", díjome -a guisa de saludo- la auxiliar de biblioteca, un rato más tarde de mi llegada a la institución. "No valía la pena que se molestara. Encontramos una sola traducción. Y se la llevó un lector".

"¿Una?"

"¡Increíble! ¿No es cierto?" "Eso pensamos nosotros también", convino la empleada. "Hemos buscado en todos los catálogos".

Se desplomaron las delectables conjeturas. ¡Hubiera sido tan interesante! ... Incapaces de resistir la última desilusión, inquirimos: "¿No se fijó, por azar, quién era el autor de la traducción?"

Ella avanzó hacía el fichero y extrajo diligentemente una ficha blanca. La inscripción, en letras grandes, decía así: "Documento de Belgrano. Despedida de Washington al pueblo de los Estados Unidos".

Con las manos todavía vacías y temiendo la posibilidad de otras sorpresas, nos dirigimos a la biblioteca, menos nutrida, pero igualmente generosa, de la Unión Panamericana. Allí, el bibliotecario desapareció por espacio de algunos minutos y volvió con un frágil opúsculo. "¡Traducción hecha en Buenos Aires, explicó, por el general Manuel Belgrano! La única versión española de la que tenemos noticia. ¿Ensayó usted la Biblioteca del Congreso?"

Esta vez nos llevamos el eslabón, endeble, pero precioso, que aúna en la inmortalidad a dos hombres ya inmortales. Ninguna "mejor pluma" había dejado de costado en casi una centúria y medía, la "exquisita labor" de Belgrano, aparejada a su propio mensaje al pueblo argentino en graves momentos de dudas y opiniones contradictorias. Pero, ¿dónde está la edición original? La que teníamos en las manos había sido publicada en 1902. ¿Cuántas ediciones han aparecido desde 1813? Ello, hasta ahora, no he podido determinarlo.

Cuando el hecho de que únicamente había podido localizarse una sola traducción del afamado documento, difundióse, de eco en eco hasta la más alta autoridad de la biblioteca congresista, el Dr. Archibald Mac Leish, bibliotecario distinguido, poeta y escritor, que ha visitado a la Argentina, dispuso que se efectuara otra búsqueda. La circunstancia de que un famoso general argentino y reverenciado patriota -camino de una sangrienta batalla durante su propia guerra de independencia- consagrara sus pocas horas de ocio a honrar así a Washington cautivó y deleitó su imaginación.

Diez días después recibimos un enmohecido volumen vertido del inglés, titulado "La vida de Jorge Washington" y publicado en Filadelfia en 1826. Compaginado al azar entre las hojas del libro, sin reconocerle más prestigio que a cualquier otro escrito de la prolífica producción de Washington, figuraba "La oración de despedida". El autor, aunque norteamericano, no habla captado sus imperecederas cualidades. La habla profanado tanto como el traductor que realiza su labor ligera y descuidadamente. En tanto que Belgrano, a miles de millas de distancia, veintiún años antes, escudriñó su esencia para ofrecer a sus compatriotas una versión escrupulosa.

Hay, en verdad, una fascinación especial en especular en los pasajes que Belgrano sintió tan hondamente, que escribió "paisanos míos... a cuantos piensen en la felicidad de la América...", exhortándoles a que leyeran y reflexionaran en el consejo de "ese grande hombre... que se había dedicado de todo corazón a la libertad y felicidad de su patria..." para que transmitiera esas ideas a sus hijos... "sí les tocaba la suerte de trabajar por la libertad de la América".

El, manifiestamente, compartía el anhelo apasionado de Washington por la Unidad. Comprendían ambos que las rencillas entre los estados, o provincias, debían evitarse a fin de que sus países pudieran ser suficientemente fuertes para mantenerse por sí libres e independientes. "También os es apreciable en el día de la unidad de gobierno, que os constituiré una nación escribió Washington (para seguir haciendo uso de la versión de Belgrano), "y a la verdad justamente la apreciáis; pues es la columna principal del edificio de vuestra verdadera independencia, el apoyo de vuestra tranquilidad interior, de vuestra seguridad, de vuestra prosperidad y de esa misma Libertad que tanto amáis". Añadió luego: "Pero como es fácil prever, que por diferentes motivos... se trabaje con mucho empeño... para debilitar, en vuestro concepto, el convencimiento de esta verdad: siendo este el punto de vuestro baluarte político contra el cual se han de dirigir con más constancia y actividad las baterías de los enemigos interiores y exteriores (aunque muchas veces oculta insidiosamente...)".

Como se consigna frecuentemente, Belgrano, como Washington, percibió el ominoso augurio dé disensiones internas y su peligro inmanente. Su propio país, no liberado todavía entonces, estaba dividido en facciones en las distintas provincias. Felizmente para él, no vivió lo suficiente para experimentar en carne propia los años trágicos y violentos de la anarquía. Washington, también, se libró del horror de la guerra civil que hubo menester de un Lincoln para salvar la Unión que el general revolucionario se esforzara con tanta devoción por construir.

En su "Introducción" dice Belgrano de Washington: "Habló con cuantos tenemos, y con cuantos puedan tener la gloria de llamarse americanos, ahora, y mientras el globo no tuviese otra variación". En las palabras de Washington: "El nombre de americanos que os pertenece... siempre debe excitar un justo orgullo patriótico, más que cualquier otro nombre, que derive de los lugares en que habéis nacido". No meramente virginianos, ni neoyorquinos, ni hombres de Pensilvanía. "Juntos habéis peleado y triunfado en una causa común: la independencia y la libertad que poseéis", recuerda Washington, "es la obra de vuestros consejos, de los peligros, de los sufrimientos y de las ventajas comunes, que en Unión habéis conseguido".

El brillante documento es extenso. Abarca el prodigioso campo de la defensa, del comercio, finanzas y problemas internos, al par que su -vastamente analizada- política exterior. Debemos tener presente el complicado escenario internacional de fines del siglo XVIII y la indigencia económica de las débiles Trece Colonias. Europa se debatía en el tumulto. Francia e Inglaterra estaban en guerra. Y peligrosamente cerca de la patria en el continente norteamericano yacían las posesiones de las fuertes potencias europeas, Francia, Inglaterra y España. "No puede haber error mayor -Washington - aconsejó después de años de experiencia- que esperar o contar con favores verdaderos de nación a nación. Es una ilusión, que la experiencia debe curar, que un justo orgullo debe arrojar".

Finalmente, consciente de la generosidad de Belgrano hacia la instrucción pública y su honda fe religiosa, ofrezco este pasaje que debe haber tocado una fibra íntima en el corazón de este general patriota. "Promoved, pues, como un objeto de la mayor importancia, las instituciones para que se difundan los conocimientos. Es esencial Escribió Washington que la opinión pública se ilustre en proporción de la fuerza que adquiere por la forma de gobierno". Y esto: "La religión y la moral son apoyos indispensables de todas las disposiciones y hábitos que conducen á la prosperidad pública. En vano reclamarla el título de patriota el que intentase derribar estas grandes columnas de la felicidad humana..."

Washington, el héroe nacional idolatrado, había sufrido personalmente el vilipendio de la oposición. Y, en ese sentido, había hecho a un amigo la triste reflexión de que el vil denuesto "podía ser escasamente aplicable a un Nerón, a un insolvente notorio o ni hasta a un ratero vulgar"

"Cuando os ofrezco paisanos míos -expresó en su mensaje- éstos consejos de un viejo y apasionado amigo, no me atrevo á esperar que hagan una impresión tan duradera como quisiera, ni que contengan el curso común de las pasiones, ó impidan que nuestra nación experimente el destino que han tenido hasta aquí las demás naciones, pero sí puedo solamente lisonjearme... que alguna vez contribuyan á moderar la furia del espíritu de partido, a cautelaros contra los males de la intriga extranjera, y preservaras de las impostoras del patriotismo fingido..."

La escena en Filadelfia de su retiro físico de la vida pública fue inolvidable para los muchos miles que la presenciaron. Cuando las insignias del mando hubieron sido entregadas a John Adams y las formalidades tocaban a su fin, la multitud inmensa no dirigía su mirada hacia el mandatario entrante. Tenía clavada la vista en la figura enhiesta y señorial del líder que les había dado la victoria en Valley Forge; el que había sido el primer presidente de la orgullosa pequeña república de cinco millones y medio de almas. Washington permaneció un instante observando pensativamente las figuras -en tren de partir- de Adams y de Jefferson, el vicepresidente. Luego, se encaminó lentamente hacía el mesón para presentar sus saludos a su sucesor. La muchedumbre marchó, en silencio, detrás de él. Al llegar a su destino, en el umbral, volvió la vista y dívísó un mar de rostros afectuosos. Lágrimas deslizábanse en sus mejillas. Más de un siglo después otro presidente, Woodrow Wílson, escribir de él: "Ningún hombre vióle jamás tan emocionado". Cuando Washington abrió la puerta y la cerró tras de sí, un observador señaló en sus apuntes que "un murmullo como un suspiro, hendió a la vasta muchedumbre".

Jorge Washington, el grande y venerado americano, abandonó la vida pública para morir dos años y medio después, en su heredad solariega de Mount Vernon, a la edad de 65 años. Habla merecido "el retiro donde me prometo realizar el dulce placer de participar, en medio de mis conciudadanos, del influjo benigno de las buenas leyes bajo un gobierno libre".

Belgrano, en su "Introducción", no sólo satisfizo nuestra curiosidad acerca de cómo se posesionó del "líbrito", sino que menciona a ese respecto, asociándolos, los nombres de dos extranjeros: el pintoresco David Curtís de Forest, nacido en la Nueva Inglaterra, quien más tarde adquirió ciudadanía argentina, y "el americano Dr. Redhead", que fue el amigo fiel y "médico de cabecera" de Belgrano, desde 1812 hasta la muerte del general.

En 1805, de Forest dio a Belgrano el documento inmortal de Washington. A la sazón, desde la iniciación del siglo, de Forest residía en Buenos Aires, donde "Poseo una finca -como impuso a un amigo en los Estados Unidos-, estoy vinculado a Juan Larrea... y tengo el honor de estar en las más especiales y confidenciales relaciones de amistad con la mayoría de los hombres de gobierno de este interesante país". (Archivo del Departamento de Estado).

Fue también de Forest quien el 25 de mayo de 1821, antes del reconocimiento de la independencia argentina, mientras residía en New Haven, Connecticut, hizo flamear por primera vez en los Estados Unidos de Norte América el inolvidable pabellón blanco y azul celeste que Belgrano, su amigo, habla creado y enarbolado, una tarde soleada y gloriosa, en las barrancas del Rosario.

El gran Belgrano, empero, había muerto. Once meses antes había pasado a la paz del Señor, atendido tan sólo por su hermana Juana y su compañero constante de los últimos ocho años, el doctor Joseph Redhead. Desde 1812, cuando Redhead vióse forzado a huir de Salta, después de la ocupación de Tristán, había permanecido al lado del general patriota. Al aproximarse la muerte Belgrano balbuceó al oído de su hermana el deseo de legar él reloj al doctor. "Es todo cuanto tengo que dar a este hombre bueno y generoso", le dijo a Juana, y Mitre refiere la punzante escena.

Sabemos que Belgrano había concluido prácticamente la primera traducción más de un año antes de que Redhead se relacionara con él en calidad de médico y amigo. Lástima que no quedara nada del primer trabajo. Hubiera sido interesante compararlo con el proyecto corregido, del que Belgrano escribe: "Para ejecutarla con más prontitud me hé valido del americano Dr. Redhead, que se ha tomado la molestia de traducirla literalmente y explicarme algunos conceptos..."

En 1873, en el aniversario de Tucumán, y en ocasión de la inauguración de la estatua de Belgrano, otro famoso general, Bartolomé Mitre, una vez más aúna los nombres de Belgrano y Washington. "Han sido aclamados grandes --afirmó de ambos con el aplauso de la conciencia humana y de la moral universal".

Mucho ha, las delicadas y gloriosas hebras han sido unidas y tejidas en una sola pieza. Combináronse en un mismo marco, sempiterno aunque frágil. Los frutos de la clarividencia común unieron a Belgrano y a Washington en la inmortalidad. "El ardiente deseo que tengo -empieza diciendo Belgrano en su "Introducción"- de que mis conciudadanos se apoderen de las verdaderas ideas que deben abrigar si aman la patria, y sí desean su prosperidad bajo bases sólidas y permanentes, me ha empeñado á emprender esta traducción en medio de mis graves preocupaciones, que en tiempos más tranquilos la había trabajado..."

Los dos grandes patriotas, recatados y abnegados productos del vasto Nuevo Mundo -alejado de los odios y pompas ancestrales del viejo- descansan ahora en la paz eterna. Su mensaje trascendente, que no debemos olvidar jamás, "La gloria de llamarse americanos", resuena hoy con renovada promesa por encima del clamor de un mundo angustiado.


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